El 21 de julio de 1969, Neil Armstrong se convirtió en el primer terrícola en pisar la Luna… ¿O no?
Imagínate el palo que se habría llevado el astronauta americano si, tras pronunciar las famosas palabras «Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad», hubiera aparecido de repente, a modo de comité de bienvenida, un improbable grupo de exploradores espaciales formado por un intrépido reportero pelirrojo, un viejo lobo de mar bebedor de whisky (y siempre ocurrente a la hora de soltar juramentos e improperios), un profesor atolondrado duro de oído y ¡hasta un perro sabio! (con escafandra y todo).
¿A qué se debería este hipotético encuentro? Ni más ni menos que a la visión del dibujante belga Hergé, quien, en la década de 1950, ya embarcó a Tintín y compañía en uno de los viajes más épicos, memorables y arriesgados de todos cuantos realizaron, anticipándose en casi veinte años a la misión norteamericana.
En Objetivo: la Luna asistimos a la construcción de un fabuloso cohete que tiene como fin transportar a nuestros protagonistas nada menos que hasta la Luna. Esta primera fase se desarrolla envuelta en un halo de conspiración y misterio: empieza con un mensaje enigmático, un viaje hasta una base ultra-secreta en el país de Syldavia, los intentos de espías sin escrúpulos pertenecientes a una potencia extranjera por apoderarse de la nueva tecnología… y todo ello aderezado con las pertinentes dosis de humor.
Sin embargo, Objetivo: la Luna no es más que el preámbulo, porque la continuación y el desenlace de esta odisea espacial se narra en Aterrizaje en la Luna. En esta segunda parte, por supuesto, tampoco podían faltar el profesor Tornasol, menos científico loco que de costumbre y adoptando durante toda la aventura el papel de estrella, ni los detectives Hernández y Fernández, esa especie de beduinos ectoplasmas (en las cariñosas palabras de cierto capitán), metiendo absurdamente la pata a cada paso que dan.
Y volviendo al principio… ¿Que no viste el alunizaje del Apolo XI? Como diría el iracundo Haddock, no seas archipámpano y embárcate en ese «cigarro volador» a cuadros rojos y blancos, y disfruta de la travesía. Vivirás una aventura sideral.
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