El otro día, durante la jornada lúdica «¡Que vienen los robots!», mientras contemplaba las mesas donde se apiñaban niños y mayores en torno a los nuevos juegos de experimentos de Devir Iberia, no puede evitar preguntarme qué tendrán este tipo de juegos que vienen fascinándonos y entreteniéndonos generación tras generación. Seguramente habrán otras muchas razones que expliquen tal perseverancia, pero a mí se me ocurrieron estas…
Cualquier juego de este tipo que se precie pasa por tres etapas bien definidas:
En un primer estadio, los juegos de experimentos reúnen en torno a la mesa las más inesperadas combinaciones de niños y parientes de todas las edades –estos últimos con la excusa de ayudar a los más pequeños–, enfrascados en una tarea a la que ningún Homo habilis puede resistirse: montar y desmontar cosas.
Así pues, pequeños y grandes, una vez abierta la caja, analizan y comparan pacientemente las piezas y los esquemas, especulan y lanzan hipótesis, ensamblan y desmontan, conectan y desconectan, en una absorbente y desafiante orgía de prueba y error que no se detendrá hasta que unos y otros, arremangados y febriles, pero arrebatados de satisfacción, vean al engendro mecánico en cuestión ejecutar con dignidad las funciones prometidas en el manual.
No creo que se haya realizado aún un estudio que mida el incremento en la autoestima que cualquier individuo experimenta –tenga la edad que tenga– ante ese robot saltarín o aquel gorila trepador logrados a base de la tenaz combinación de destreza, agudeza y tozudez que caracteriza a nuestra especie. Y si además la cosa funciona habiendo sobrado alguna pieza, el relato de semejante logro perdurará durante generaciones en las leyendas familiares.
Una vez logrados los retos que el juguete ofrece de serie, el juego de experimentos entra en su segunda fase, conocida también como «periodo de incubación». Los modelos construidos adornan algún estante; o sus componentes y posibilidades vuelven a la caja, donde aguardarán, agazapados en algún armario, el momento de la incursión definitiva.
Porque un buen día, cuando nadie lo espera, en la inquieta mente de las criaturas se enciende una luz que, de pronto, alumbra una gama de posibilidades para aquellas piezas, mecanismos y sustancias que ni el ingeniero más ocurrente hubiera podido concebir. Es en ese momento cuando el juguete de experimentos eclosiona, cuando resurge del fondo del armario y entra en el universo de las criaturas para quedarse.
Que aquel modelo de robot o de bestia mecánica se convierta en héroe o villano de alguna gesta infantil es lo menos que puede ocurrir, porque los pequeñines, en aquella primera fase, bajo la supervisión adulta, como quien no quiere la cosa, aprendieron –ya lo creo que aprendieron– los fundamentos y los mecanismos que los activan. Y ahora, en la intimidad de su propia esfera de juego, ha llegado el momento de aplicarlos para que He-Man salte por los aires impulsado por aquella catapulta; o que Barbie se vea las caras con aquel tiranosaurio que ahora –debidamente mejorado con unas fabulosas pinzas de cangrejo gigante– amenaza su integridad; o que un ejército de Playmobil atraviese el insondable abismo entre la cama y el armario abordo de un improvisado teleférico cuyo mecanismo impulsor fue una vez los brazos de aquel gracioso gorila que se explicaba en las instrucciones…
Llegados a este punto, sin que nos hayamos dado cuenta, y hasta el fin de los tiempos, piezas, mecanismos y fragmentos de prototipos secretos aparecerán en los lugares más insospechados, con una persistencia que sólo los juguetes más memorables pueden alcanzar. Y si no, que alguien me explique qué hace esto todavía en el cajón de mi despacho…
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